Por Alejandro Simonoff*
La decisión de iniciar una guerra contra Ucrania por parte del presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, representa una clara violación a los principios consagrados en la Carta de Naciones Unidas, como lo son los de Integridad Territorial y Soberanía, amparándose en el derecho a proteger a las minorías rusas que viven en las provincias separatistas de Donbás y Luhansk, y a la pérdida de neutralidad de Kiev frente a Occidente.
No es nuestro objetivo en esta nota hacer una constatación jurídica de la cuestión, sino tratar de comprender los porqués de esta decisión, y para ello creemos necesario adoptar una mirada panorámica de estos acontecimientos.
No es la primera vez que se utiliza una justificación similar en las últimas tres décadas desde que terminó la Guerra Fría en la navidad de 1991, cuando los Estados Unidos encabezaron operaciones militares contra la ex Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia y Siria utilizando argumentaciones similares.
Esas intervenciones norteamericanas fueron jugadas consistentes para delinear un Orden Mundial basado en la exportación de un modelo de democracia de mercado y debilitar el accionar de algunos estados que desafiaban su diseño del sistema internacional. Estas acciones estuvieron estimuladas por las tendencias neo-institucionalistas liberales y neoconservadoras, que consideraban que la historia estaba del lado de los Estados Unidos y no se generarían resistencias a ese influjo.
Sin embargo, los obstáculos fueron apareciendo a lo largo del tiempo. China y Rusia fueron los pivotes de ellos. Mientras Beijing, en la medida en que incrementaba su poder internacional, se asentaba en los principios de integridad territorial y no intervención -recuérdese el reclamo en torno a Taiwán-, Moscú, desde la segunda mitad de la primera década del nuevo milenio, ha ido virando a una posición similar a la de Washington, como lo evidenciaron los sucesos en Georgia en 2008 y Crimea en 2014.
En el primero de los casos, tras el anuncio de su probable incorporación a la Organización del Atlántico Norte (OTAN) en 2008, junto con Ucrania, recrudecieron los conflictos con las regiones separatistas de Abjasia y Osetia del Sur que llevaron a Moscú, ante una ofensiva militar georgiana, a ocupar esos territorios, sin que existiera ninguna ayuda occidental para el país caucásico.
Seis años después, y tras el triunfo de la Revolución de Maidán que abortó los intentos de acercarse a Moscú, las tensiones con los grupos rusófonos en Crimea y el oriente de Ucrania que reclamaban su incorporación a la Federación por las decisiones de Kiev de suprimir su vida y cultura. En el primero de los casos, se realizó un plebiscito que confirmó esa intención, e inmediatamente Putin la convalidó; no así en el segundo, en donde comenzó a delinearse una guerra de baja intensidad que, al momento de comenzar la invasión a Ucrania, contaba con más de trece mil muertos y casi tres millones de desplazados.
En la perspectiva de Putin, la expansión de la alianza atlántica, las violaciones occidentales al Derecho Internacional en Irak y Kosovo y el apoyo a las revoluciones de colores, sirvieron de justificación para ese giro de Moscú.
La extensión de la OTAN
Uno de los instrumentos utilizados por la triada de Estados Unidos, Europa Occidental y Japón fue la OTAN, que tuvo que ser redefinida para la nueva estrategia de la posguerra fría. Lo mismo puede decirse de los Organismos Financieros Multilaterales.
La ampliación de socios y espacios de acción tuvo que ver con esa determinación, a pesar de la promesa de James Baker a Gorbachov de no hacerlo -tras la aceptación de este último del ingreso de la Alemania unificada-, desde los últimos años de la década de los noventa se han ido incorporando distintos países que formaron parte del antiguo Bloque Socialista, o incluso había formaron parte de la Unión Soviética, como en el caso de los Bálticos, duplicando casi la cantidad de miembros.
Esta decisión fue impulsada por la necesidad de la triada de extender su diseño e influencia de un tipo de Orden Mundial, pero también por el reclamo de seguridad que esos Estados hicieron frente a los temores que les generaba Moscú.
Pero, como sugirieron los autores realistas en todas sus gamas (George Kennan, Henry Kissinger, John Mearsheimer y Stephen Walt, entre otros), esta expansión iba a generar las reacciones de Moscú que la iba a percibir como una amenaza a su seguridad y que no era prudente instrumentarla.
Nacionalismos enfrentados: ¿rusos versus ucranianos?
La extensión de la OTAN estimuló a las posturas extremistas, tanto en Rusia, en su contra, como en Ucrania, a su favor.
Uno de los fundamentos del pensamiento nacionalista moscovita es la idea del asedio para la posterior fragmentación de Rusia por parte de poderes foráneos. La llegada de la Alianza Atlántica a sus costas, refuerza esta presunción.
El otro elemento de este pensamiento ultranacionalista es la idea de “mundo ruso”, que forma parte del discurso político de Putin. Su influencia es el pensador Alexandr Duguin quien sostiene que rusos, bielorrusos y ucranianos son parte de un mismo pueblo. Antes del comienzo de esta guerra, el jefe del Kremlin evidenció esta influencia, cuando reconoció la independencia de Donbás y Lugansk, y señaló que Ucrania siempre había sido parte de Rusia y que su independencia fue un error histórico de Lenin en los albores de la Unión Soviética.
Con la creación e incorporación de Repúblicas Soviéticas a la URSS, éstas gozaron inicialmente de autodeterminación y autonomía que hizo que al sector más centralista le generase cierta incomodidad, porque además significaba demarcar las fronteras en un lugar específico, cuando históricamente eso no había estado tan claro.
Esas autonomías consolidaron identidades, pero se fueron borrando con Stalin que, en el caso específico de Ucrania, producto de la colectivización forzosa, llevó adelante una matanza de campesinos que tuvo como saldo unos tres millones de muertos (el Holodomor, como lo llaman los ucranianos).
Ello motivó que los sectores nacionalistas ucranianos fueran intensamente antisoviéticos y durante la Segunda Guerra Mundial colaborasen con los nazis, como fue el caso de Stephan Bandera que los apoyó, después fue encarcelado por éstos y luego liberado para luchar contra aquellos con un profundo antisemitismo.
Como una de las consecuencias de la Revolución Naranja (2004) se instauró la figura de Bandera como la de “héroe nacional”, pero las protestas de la Unión Europea llevaron a retroceder en esa mención. Sin embargo, finalmente en 2019 se instauró como fecha patria el día de su nacimiento.
Desde la independencia en 1991 Ucrania mantuvo inicialmente una posición de neutralidad frente a occidente y el estatus quo en las regiones mayoritariamente rusófonas del oriente ucraniano. Pero a medida que la injerencia occidental se hizo más marcada en las revoluciones de 2004 y de 2014, la del Maidán, la coalición a favor de acercarse al Este que tiene como puntos programáticos el ingreso a la Unión Europea y a la OTAN, también se fue desarrollando un nacionalismo más intolerante y hostil hacia las minorías, llevando adelante una guerra civil, donde bandas paramilitares neonazis han saboteado los Acuerdos de Minsk que consistían en un cese el fuego, desmilitarización y status especial para las regiones en disputa.
¿La nueva guerra fría o caliente?
Estas tensiones que en 2016 Mary Kaldor denominó “nueva guerra fría” fueron aplacadas con la llegada de Trump, quien por un lado buscó, sin mayor fortuna, acercarse a Putin, y por la pérdida de importancia de la OTAN en su estrategia de inserción internacional.
La llegada de Joe Biden reactivó esa agenda suspendida por el interregno republicano y las tensiones entre Washington, Kiev y Moscú desembocaron en el conflicto bélico al que asistimos, estimulado por la delicada situación interna política vivida por los estadounidenses. Tratando de sumar apoyos internos y externos, el demócrata ha presentado esta lucha en términos dramáticos, como una entre el autoritarismo y la democracia -nadie duda que el modelo ruso de Putin, no se ajusta a la democracia como régimen plural-, pero nuestras dudas están en entronizar a Kiev, como un modelo aceptable, ya que como vimos la importante presencia de sectores neonazis, lo alejan de él. Las respuestas a este tema deberemos buscarlo en otro aspecto: la aceptación del liderazgo de Washington.
El inicio de las confrontaciones armadas ha desnudado un cuadro singular de funcionamiento del poder internacional. Desde el punto de vista institucional, el repudio y pedido de detención de las hostilidades de la Asamblea General de las Naciones Unidas a la decisión de Putin fue significativa por la variedad de votos afirmativos logrados, unos ciento cuarenta y uno, más de dos tercios, pero también por los cinco rechazos, las treinta y cinco abstenciones y las doce ausencias, entre ellas Venezuela.
Por un lado, la pretensión europea de construir una “autonomía estratégica” ha sido volada de un plumazo, ya que se sumó a los planteos de Estados Unidos, más allá de la heterogeneidad de intereses que existen entre ambos.
Por otro China, como socio estratégico de Rusia, asumió una posición más equidistante y, si bien en la ONU no votó en su contra, tampoco lo hizo a favor, pero ha brindado algunos instrumentos para que pueda sortear la situación y tal vez se esté reservando un rol de mediador.
Los Estados Unidos y sus aliados manifestaron apoyo a Kiev decretando fuertes restricciones para la economía moscovita que están influyendo en el corto plazo no solo en el área de conflicto, sino en todo el mundo. En el largo plazo tendrá implicancias en la forma que adquirirá la globalización, y también suministrando asistencia humanitaria y militar, pero evitando un compromiso mayor, como ya había ocurrido en Georgia hace catorce años.
El drama humano al que estamos asistiendo con miles de muertes, la destrucción de la vida cotidiana -ejemplificada en los dos millones y medio de desplazados que se suman a los casi tres que ya existían-, marcan la dimensión catastrófica a la que estamos asistiendo.
¿La historia con fin?
Aunque el escenario se muestra como empantanado, ya que las posiciones expresan un juego de suma cero: Putin exige la independencia de Donbás y Lugansk y la neutralidad de Ucrania en temas de seguridad internacional, mientras Zelenski rechaza de plano estas opciones.
La solución debería buscarse en un arbitraje internacional, llevado adelante ya sea por un organismo internacional, o por un grupo de países, no involucrados en las alianzas estratégico militares que están juego, y que sean equidistantes de las dos coaliciones y con cierto peso internacional, que ayuden a garantizar el fin de las hostilidades, tratando de buscar una salida de este laberinto por arriba.
* Doctor en Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional de la Plata (UNLP), Argentina. Profesor Titular Ordinario de Historia General VI (UNLP). Docente-Investigador Categoría 2 que se desempeña en el Instituto de Relaciones Internacionales y el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNLP. Profesor de Política Exterior Argentina en la Maestría de Relaciones Internacionales de la UNLP.