Ya nada será igual en Colombia

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Por Fernando Collizzolli¹

Colombia se mueve y no solo en las calles. Las movilizaciones populares que tienen lugar desde el pasado mes de Abril han alumbrado el resquebrajamiento que desde hace años enfrentan sus estructuras. La oscuridad desatada por la violenta represión policial no alcanza a empantanar una importante realidad: Colombia está ante un momento histórico que emerge más como resultado de un largo proceso de cambios que de una ruptura abrupta. Detrás de esta violencia se esconde la desesperación de un sector de las elites temerosas de perder sus privilegios y que apela a lo que siempre ha sabido hacer para frenar toda posibilidad de cambio. No obstante, esta crisis encierra sus peligros para los sectores populares.

Colombia ya no es más el país que fue o, al menos, el que algunos creían ver. La larga “continuidad democrática” aunada al conflicto armado más longevo de occidente y la persistente ausencia de gobiernos populares fueron utilizadas muchas veces como latiguillos de un relato que señalaba la supuesta excepcionalidad y continuidad colombiana en un siempre combustible y nunca aburrido escenario regional.

Sin embargo, Colombia no es una isla ni un páramo anclado en el tiempo sino un territorio que tramita con especificidades una realidad latinoamericana compartida, y en cuyo presente de movilizaciones y represiones se encuentran un pasado denso con un futuro abierto de posibilidades para los sectores populares. Volviendo la vista atrás, tres temporalidades históricas convergen hoy en este polvorín colombiano: los acontecimientos recientes, la coyuntura y la larga duración.

Los acontecimientos aparecen marcados por una serie de reformas de carácter antipopular promovidas por el gobierno de Iván Duque en medio de la pandemia, en particular las reformas tributaria y sanitaria, que provocaron el rechazo de un amplio sector social que convocó al paro y que desde el pasado 28 de Abril ha conseguido lo que nunca en Colombia: frenar las reformas, producir la renuncia de dos ministros, retirar la sede de la Copa América y una serie de anuncios en materia económica y educativa.

Todo ello a costa de una brutal e indiscriminada represión policial, iniciada como recurso conocido y profundizada como estrategia política capaz de permitirle al gobierno recuperar a su desencantada base electoral. El importante trabajo realizado por la ONG Temblores e Indepaz, ha permitido relevar 51 asesinatos en el marco de las manifestaciones, 2387 casos de violencia policial y 18 víctimas de violencia sexual por parte de miembros de la fuerza pública hasta el pasado 18 de mayo.

Estos sucesos dan cuenta de una coyuntura signada por la pérdida de la hegemonía política del ex presidente Álvaro Uribe. En las primeras dos décadas de este siglo, el uribismo perdió solo una elección presidencial – la ardua derrota de Oscar Zuluaga en el balotaje de 2014-. Incluso el triunfo de Juan Manuel Santos en 2010 debe computársele como propio, más allá de su rápido corrimiento consolidado después con el inicio de la mesa de negociaciones con las FARC en La Habana.

Desde el inicio mismo del gobierno de Iván Duque, el uribismo retrocede en las calles, en las urnas y en (algunas de) las cortes. A la derrota en las elecciones locales de octubre de 2019 se sumaron una serie de movilizaciones que solo la pandemia pudo frenar. En medio de esta, la breve prisión domiciliaria que le decretara la Corte Suprema contribuyó a hacer mella en la imagen pública del ex presidente. Sucede que el orden uribista basado en la creación de un enemigo interno, en las políticas guerreristas de la seguridad democrática y las reformas neoliberales no cuenta con la legitimidad interna ni el contexto favorable de otros tiempos.

En ese sentido, la larga duración manifiesta una crisis que expresa el hartazgo de un amplio sector de la sociedad colombiana frente a un modelo de país oligárquico y excluyente que a través de la violencia ha obturado históricamente la posibilidad de un cambio político real y que desde principios de los ´90 se ha perpetuado a través del programa neoliberal. Las elites colombianas no han sido constructoras de nación ni de un espacio político común donde tramitar los conflictos, por lo menos hasta el Acuerdo del Paz puesto en suspenso por el gobierno de Duque.

Hay que retrotraerse a la experiencia de gobierno del liberal López Pumarejo en la década del ´30 o a la particular dictadura de Rojas Pinilla en los ´50 para encontrar gobiernos con orientación en favor de las mayorías. El 9 de Abril de 1948 mataron a Jorge Eliecer Gaitán y, como él mismo profetizó, las aguas nunca regresaron a su cauce normal. Suerte similar corrieron antes y después otros dirigentes populares colombianos como Rafael Uribe Uribe, Carlos Pizarro, Luis Carlos Galán y partidos enteros como la Unión Patriótica.

Este hastío está hoy en las calles y empujándolo se encuentra un amplio y heterogéneo abanico de sectores populares compuesto por trabajadores, estudiantes, movimientos juveniles y feministas, campesinos e indígenas cuya movilización social ha ido en aumento en la última década y que es la base de sustentación de las posibilidades ciertas de triunfo de los sectores alternativos en las elecciones legislativas y presidenciales previstas para el próximo año.

Para eso la acumulación política deberá empardar a la movilización popular, tender puentes más directos con esta, resolver la fragmentación, disolver las disputas estériles y dialogar con sectores tradicionales y del establishment todavía temerosos de una apuesta semejante. Reto para nada sencillo en un contexto en el que también habrá que defender la institucionalidad democrática ante los intentos de sectores del uribismo de ponerla en suspenso.

Gustavo Petro es quien parece disponer de mayores posibilidades de liderar este desafío. Es quien logró conducir por primera vez al progresismo a la segunda vuelta en las elecciones presidenciales en 2018, lidera actualmente las encuestas y cuenta con una experiencia de gobierno transformadora en Bogotá. Empero, la persistente disputa con las fuerzas agrupadas en torno a la Coalición de la Esperanza -que incluye a Sergio Fajardo y otros dirigentes centristas- amenaza con reeditar lo sucedido 4 años atrás. La consciencia sobre lo acontecido está, pero postergar su resolución para la segunda vuelta puede ser demasiado tarde. La paz y el fin de las violencias puede ser un eje fundamental en esa búsqueda de unidad.

Hoy todas las alternativas están sobre la mesa en Colombia. Desde el triunfo de las fuerzas progresistas reunidas en el Pacto Histórico hasta un quiebre democrático propiciado por los sectores más reaccionarios de la coalición de gobierno a través de la figura del “estado de conmoción interior”.

Frente a ello la observación y visibilización regional e internacional es de suma importancia. El gobierno argentino del Frente de Todos así lo entendió, manifestándose a través de numerosas expresiones públicas y enviando una delegación legislativa a Colombia a medidos de Mayo con el objetivo de interiorizarse acerca de la situación y mantener encuentros con los distintos actores políticos y sociales, la cual constató la gravedad de los hechos de violencia estatal y la magnitud histórica de los acontecimientos.

Como decía el colorado Abelardo Ramos, la región encierra nuestros dramas pero también nuestras posibilidades de triunfo. No da igual lo que sucede en otras latitudes porque la paz de Colombia sigue siendo la paz de América Latina.


¹ Politólogo, director de Relaciones Internacionales del Municipio de Quilmes e integrante de la delegación legislativa del Frente de Todos que visitó Colombia entre el 10 y el 14 de mayo.